Acabamos de empezar el 2021 y ya hemos pasado un asalto al Capitolio estadounidense, la tercera ola de la COVID19 se vislumbra en el horizonte congelada por la tormenta Filomena, y en mi pueblo, Agaete, en una escena distópica para aderezar todo lo anterior, un buque ha encallado en la orilla derramando miles de litros de gasóleo. Visto desde esta perspectiva, 2021 parece un año que superará con creces el surrealismo kafkiano de 2020. Pero al mismo tiempo, en el ahorita, ese que, como dice Caparrós, siempre está un poco más allá del ahora, gracias al asalto al capitolio se ha dado un pasito más para aislar el cáncer trumpista; frente al aumento de casos de COVID vivimos con la esperanza de una vacuna; y es probable que en una semana ya pueda estar dándome un baño en las costas de Agaete apreciándolo mucho más que antes.
Y es que, sin caer en un relativismo absoluto, todo es cuestión de perspectiva, de narrativa, de cómo nos contamos a nosotros nuestro propio cuento. Si abrazamos el primer relato, el catastrofista, despertaremos, en palabras de la filósofa italiana Rossi Braidotti, todas nuestras pasiones negativas, que solo tienen dos destinos: la inacción o la reacción desproporcionada, descontextualizada. Seguramente nos conformaremos con acusar al bisonte y sus acólitos de intoxicar el mundo con el discurso del odio; con calificar de ineptitud a los gobiernos por gestionar cada vez peor una emergencia de salud pública y, en mi caso, con cagarme en la empresa de turno por haber sacado un barco en el máximo nivel de alerta por temporal en las Islas Canarias.
Pero también se puede ejercer lo que la misma autora destaca como la ética de la afirmación, la transformación del dolor que todos estos eventos nos provocan en la energía que necesitamos para que estos mismos se transformen. Y ojo, no estoy trayendo aquí el discurso barato de Mr. Wonderful (haz lo que diga tu corazón, mañana siempre saldrá el sol y mierdas por el estilo), estoy hablando de abrazar esos acontecimientos, analizarlos, sufrirlos y buscar la forma de transformarlos en nuevos horizontes de construcción en positivo de la sociedad. Estoy hablando de usar la distopía en la que estamos encerrados para generar nuevas utopías: si lo imposible (para mal) se ha hecho realidad, también puede serlo lo impensable. “En un universo espacial y temporalmente infinito, todo aquello que no tiene una probabilidad nula de suceder, acabará sucediendo en un momento u otro”: sea esto el asalto por un hombre-búfalo una institución democrática o la transformación social que necesitamos para construir un mundo más justo.
Hace unos meses, me crucé en el aeropuerto a un grupo de jóvenes procedentes de diferentes países de África Subsahariana que por fin viajaban a la península desde Canarias. Al verlos, solos en el aeropuerto, consciente de la odisea por la que habían pasado: del miedo en la travesía en el desierto, de la incertidumbre al cruzar el Atlántico y del desconcierto al ser encerrados en Gran Canaria en un muelle en condiciones inhumanas; me ofrecí a ayudarlos y a acompañarlos al avión en el que por suerte coincidíamos. Cuando me despedía de ellos y les entregaba mi tarjeta, entre un sentimiento de vergüenza y desolación, balbuceé un siento que os hayamos hecho pasar por todo esto. Su respuesta, como un abrazo, me dejó helado: muchas gracias, aunque pareciera imposible, por fin hemos llegado. Pues eso, sufrir o haber llegado. O sufrir y haber llegado.
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